
Llueve. Miro por la ventana y veo las gotas caer, grandes y tristes, en su camino hacia el suelo. Aquí, encerrada en la habitación, incapaz de salir a la calle, mi alma piensa. Vuela por entre todas esas ideas que a veces se me pasan por la cabeza, sin prestar demasiada atención a nada. Ahora pienso en el trabajo, ahora en un libro, ahora en un sentimiento... Mi mente vuela y no se está quieta. Explora el mundo, reducido a agua. El cielo llora, sus ojos blancos dejan caer pesadas lágrimas que van a parar a mis manos. ¿Porqué está el mundo triste? ¿Porque llora? Lo cierto es que tiene muchos motivos para llorar. Pero ojalá con las lágrimas se arreglara algo. Lo realmente triste es que llorar no arregla nada, exepto la propia conciencia. Quizá por eso llora el mundo: para intentar sentirse mejor consigo mismo. Al fin y al cabo, el no tiene la culpa del mal...
Cae la lluvia. El día se oscurece y huele a hierva mojada. No se oyen los pájaros, la naturaleza guarda respetuoso silencio al desconsolado mundo. Pero poco a poco la vida vuelve a hacerse presente: los peces nadan con alegria, las ranas y los caracoles salen de sus nidos, los perros corren alegres y los gatos los miran desconfiados des de el umbral de la puerta. El mundo llora, pero sabe que incluso su tristeza sirve para algo. Al fin y al cabo... todos somos
el mundo. Llueve. Yo lo miro des de mi ventana, dejando pasar las horas, ensimismada. Me siento como si hubiera dejado de existir como humana, y hubiera empezado a existir como parte de la naturaleza. El suave repiceteo de las gotas de agua me acompaña en el trance y todo es mucho más hermoso, mucho más tierno.
Llueve.