La luz de una farola lejana entraba, ténue, por la ventana. Él observaba el cielo. Tan oscuro. La luna se había escondido ya, y ahora solo había oscuridad. Bueno, casi. La farola y las estrellas no contaban. Todo lo demás era negro. Incuso él se sentía sombra entre tantas sombras. Perdido en el silencio de la noche, su mente pensaba. No podía dormir. No podía dejar de pensar en su vida, su maldita vida. Y pensar que en el pasado había llegado a creer que era feliz, que tenía derecho a serlo... Volvía a estar muy claro que no. En realidad no era pesimista, simplemente aceptaba los echos. No era su mejor época. Todo era demasiado difícil para él, demasiado doloroso... no podía hacer nada sin sentir una aguja clavada en el corazón. Incluso si no se movía, era dolorosa. Oscuridad...
Se preguntó que pasaría en el futuro. Sería siempre así? Siempre? Tendría que aprender a ser feliz y luego volver a caer, cada vez más abajo? Parecía aterrador. Negro. No quería creer que la vida sólo fuera eso, pero empezaba a perder las esperanzas. Todo era demasiado difícil.... y él se había levantado ya tantas veces... No estaba seguro de poder levantarse una vez más, solo. A veces pensaba que necesitaba desesperadamente que alguien lo ayudara, que lo reconfortara. Pero nadie lo hacía. Y él no quería decirlo en voz alta, no quería ser la causa, no quería que sus gritos silenciosos fueran descubiertos. Quería un milagro, y le daba miedo que se cumplieran sus deseos. Le dolía el corazón. Oscuridad...
Una lágrima imaginaria rodó por su mejilla. Imaginaria. No se permitía llorar. Tenía que ser fuerte. Tenía que aprender a vivir, aprender a levantarse solo, una vez más. Tenía que callar el dolor y aprender a ser feliz. Tenía que recuperar las esperanzas, la fuerza. Tenía que ponerse en pié y seguir adelante. Tenía que hacerlo. Porque sino... se convertiría en un fantasma, en algo intranscendente, irreal.
La oscuridad se rompió. El alba nació, trémula, para dar paso al próximo día. Inevitablemente. Él se giró hacia la luz y dejó que su mente se infundiera del valor que inspiraba el calor. Se apartó de la ventana. Un despertador sonó en la habitación contígua. Él se puso la máscara. Nadie tenía porque saber de su oscuridad. Pese a que cada vez que se cubría el rostro de las emociones, una parte de él moría. Nadie tenía porque enterarse. Era su pena.
Pero él conocía la oscuridad. Y sabía algo: después del negro más absoluto, siempre venía el alba.