Repiqueteaba la lluvia en la calle. Era curioso que lloviera precisamente ese día, 23 de abril. Era como si el cielo respondiera a la silenciosa petición de su corazón. Le gustaba la lluvia. Cuando llovia, era como si el mundo guardara un respetuoso silencio por la vida. Sentado en un banco del viejo parque, dejaba que la lluvia le mojara el rostro y empapara sus largos cabellos oscuros, al igual que su ropa, ya amarada de agua. Sus manos jugueteaban con una hermosa rosa roja, también chorreante de agua. Bellísima. Lo cierto es que no era una rosa destinada a nadie. La había comprado poco antes, en la calle, y no tenia a quién regalarla.
Una pareja pasó por la calle, bajo el mismo paraguas. El momento le hizo pensar en todas esas tonterías susurradas al oído, en esas sonrisas bobas en la cara y, en fin, todo cuanto rodeaba a los recién enamorados. Siempre había pensado que todo aquello no eran más que estupideces. Él sólo conocía un amor doloroso, agonizante. Su amor se destilaba en miradas, en silencios, en anhelos. No sabía del tacto de una mano entrelazada, ni de la suavidad de unos labios, ni del calor de un abrazo. La nostalgia del día le hizo pensar en todo esto, y se preguntó que se sentiría al amar de verdad a alguien, y ser correspondido. No estaba seguro siquiera de saber que significaba exactamente 'amor'. Él sólo conocía el vacío. Creía firmemente que no echaba en falta un abrazo, pero a veces, en días como este, se sentía algo solo. Le hubiera gustado que alguien le regalara un detalle. Tan sólo para saber que aún existía, que no se había muerto, ni vuelto invisible, ni desaparecido aún. Pero seguía lloviendo, y las cada vez más vacías calles eran lo único que le acompañaba.
Suspiró. Agradecía la lluvia. Bajo el agua podía sentirse en paz. Nadie le molestaba ni podía ver aquella lágrima que se deslizaba invisible entre las muchas gotas de lluvia. Quizá, pese a todo, era tan humano com qualquiera y, al fin y al cabo, quizá echaba de menos ese abrazo. Se insitía a si mismo en la creencia de que pese a la soledad era feliz siendo como era y estando como estaba. Pensó que en la vida las cosas sucedían si debían suceder, y nada más. Supongo que no le importaba esperar, ni vivir la vida a su manera. Sabía que, tarde o temprano la encontraría a ella y sus ojos hablarían, como los de él, por todos los silencios.
Estuvo aún un buen rato bajo la lluvia. Se sentia razonablemente bien. El tacto de la rosa le reconfortaba. No pensaba en nada, y pensaba en todo. Se imaginó por unos momentos que la punta de un paraguas asomaba por encima suyo y que la lluvia cesaba a su alrededor. Imaginó que se giraba, sorprendido, y se encontraba con la sonrisa tímida y los ojos claros que le perseguían cada noche. Esos ojos que núnca había visto, pero que parecían conocerle desde siempre, que parecían hablar tanto como los de él. Esos ojos que parecían verter el alma y que imaginaba en sueños cada noche.
Notó que la lluvia disminuía, y se levantó. Miró la rosa por última vez y luego la dejó abandonda en el banco, a la espera de que alguien más afortunado la encontrara. Se fué andando lentamente. En algún momento se cruzó con alguien y, absorto como estaba en su mundo particular, tardó en darse cuenta del extraño brillo de sus ojos claros. Se giró abrumado por la incertidumbre. Ella se alejaba ya por la calle desierta cuando se volvió a medias para mirarle. Sus ojos claros le observaron por unos segundos y, ruborizada, sonrió a medias y siguió su camino. Quién sabe, se dijo él. Quizá incluso la esperanza exista.